Resulta asombroso constatar como la precariedad laboral se ha introducido en nuestras vidas sin que exista ya en el imaginario futuro ni en el recuerdo reciente ninguna otra forma de entender el trabajo asalariado. El empleo estable y digno ha quedado reducido a una quimera al alcance tan sólo de unxs pocxs afortunadxs. Una precariedad que habría que dividir en dos: la legal, auspiciada por una legislación y una cultura que promociona a la empresa por encima de los derechos de las personas y que se ha ido tejiendo a través de las sucesivas reformas laborales; y la ilegal, que se materializa cuando la empresa ofrece empleos con aún muchos menos derechos de los que concede la ya exigua legislación. Una persona que acceda ahora al “mercado laboral” tiene plenamente interiorizado que sólo será “mercancía” sin derechos y que tendrá que competir con otras en su misma situación por un trabajo temporal, muchas veces a tiempo parcial, casi siempre en fraude de ley, con un sueldo inferior al establecido en los convenios, trabajando más horas que las fijadas en su contrato, si es que se tiene contrato y siempre a expensas de ser despedida por cualquier razón. Y si esa persona es mujer, o migrante, todo ello se ve aumentado, añadiéndole ademas en muchos casos, el acoso y la discriminación sexual y racial.
Esto ocurre en un sistema político que pretende llamarse democrático y además, a la vista de todo el mundo, todos los poderes son conscientes de que esa precariedad no sólo existe, sino que es imprescindible para el buen “funcionamiento” de la economía, único valor sacrosanto del estado neoliberal. Ocurre a la vista de la clase política, sea cual sea su signo, que ha promovido las diversas reformas laborales sucedidas desde los años 90 de siglo pasado, y que a fecha de hoy, se niega a derogar la última de 2012, a pesar, eso sí, de llevarlo en sus programas electorales. Ocurre a la vista de la Administración Pública, cuyo índice de precariedad es ya más alto que en la empresa privada. Ocurre a la vista, también, de la administración laboral, que mantiene bajo mínimos a los servicios de inspección de trabajo de forma totalmente intencionada para evitar que ese fraude aflore. Ocurre a la vista del sistema judicial, impasible ante las demoras que se están dando en los juzgados de lo social, y que pueden llegar a dos o tres años para la celebración de un juicio por despido o por una reclamación de cantidad. Y ocurre a la vista también de los propios jueces, que con una clara actitud proempresarial, fallan sistemáticamente en contra de las peticiones de los trabajadores, por muy justas que éstas sean, cuando pueden poner “en peligro” la continuidad de la empresa.
La precariedad, tanto la legal como ilegal, ha llegado a todos los sectores y es la norma, tanto en el empleo público como privado. Todos los nuevos tipos de empleo, derivados de los avances de la tecnología digital, la comunicación o el transporte, son precarios. Los empleos en sanidad, cuidados, dependencia, lo son igualmente. Mientras, el emlpeo en el hogar o en el campo se mantienen en muchos casos en situación de flagrante esclavitud. Las personas con trabajos esenciales, que durante los meses del confinamiento fueron tan aplaudidas, siguen teniendo condiciones precarias, cuando no de franca explotación, sin que se haya movido un dedo para cambiar su situación.
Este es el “mercado” al que se incorporan las personas jóvenes (que se han formado para satisfacer las necesidades de las empresas, no de las personas ni del conjunto de la sociedad), en el que poco más de la mitad de ellas consigue algún empleo precario, mientras que el resto va directamente al paro. Quienes trabajan, lo primero que aprenden es que hacer sindicalismo es atentar contra la empresa. Quienes están en el paro, ven que nadie se preocupa de ellas, más que para seguir manteniéndolas como mano de obra barata de reserva, culpabilizándolas de no saber “aprovechar” las oportunidades, nueva forma de llamar a la explotación. En este ambiente, no es de extrañar el ascenso del fascismo, ante el fracaso reiterado de los gobiernos que desaprovechan todas las oportunidades que se le presentan para apostar, de verdad, por un modelo social dirigido a mejorar la vida de las personas y no a proteger los ingresos de los accionistas.
Los sindicatos que seguimos negándonos a aceptar la lógica del capitalismo, reivindicamos en este Primero de Mayo algunas medidas imprescindibles para no seguir deteriorando la situación de la clase trabajadora en su conjunto, como son: la implantación de una Renta Básica Universal para luchar contra la exclusión social sin culpabilizar de su situación a quienes tienen menos recursos; la derogación de las Reformas Laborales de 2010 y 2012, para contener la explotación y la desregulación laboral; poner freno y revertir las privatizaciones de servicios y a la subcontratación en los servicios públicos, especialmente en la sanidad y la educación, exigiendo una creación de empleo público de acuerdo a las necesidades sociales, estable y de calidad, recordando de nuevo, como ha puesto de manifiesto la pandemia, que se trata de una inversión, no de un gasto; una apuesta seria de las administraciones para eliminar la brecha salarial de género; el cambio de rumbo de las políticas “activas” de empleo, convertidas en otra herramienta de culpabilización y discriminación; la derogación de la ley de extranjería y el cierre de los CIES y la derogación de ley mordaza, que nos mantienen sumergidos en un estado policial y represivo que criminaliza la movilización y el derecho a la libertad de expresión, merced a la cual existen presos políticos en esta “democracia plena”; la elevación de las pensiones mínimas y su revalorización automática de acuerdo al IPC; la integración de las empleadas de hogar en el régimen general de la seguridad social y la municipalización de la ayuda a domicilio; el aumento de la inspección de trabajo en los sectores más precarizados, como el del campo o la eliminación del fraude de los falsos autónomos.
Pero todas estas reivindicaciones, sólo pueden ser un primer paso para la creación de una nueva economía que transforme las relaciones sociales hacia modelos cooperativos y de apoyo mutuo, cuyo objetivo sea el bienestar de las personas y la preparación para la situación que impone el cambio climático y de la que el coronovirus no es más que un anuncio. Para ello, hemos de pensar más allá de lo que se considera “posible”; hemos de seguir pidiendo lo imposible.
Necesitamos unirnos para diseñar una forma de relación social y económica que rompa definitivamente con el capitalismo, incluido ese que hemos interiorizado en nuestra práctica habitual, al igual que ocurre con el machismo o el racismo. Para ello es necesario unificar las luchas, no para diluirlas, sino para amplificarlas y dirigirlas contra el enemigo común, que es el capital. No hay ningún horizonte imaginable de justicia social que no esté basado en una clase obrera organizada.
Pero a la clase trabajadora nadie va a regalarnos nada. Ni el estado, ni las empresas, ni los medios de comunicación. La jornada de ocho horas, cuyo centenario se celebraba hace poco, no fue fruto de la concertación, ni de negocios arreglados en los despachos, sino de la huelga, la determinación y el sacrificio de las obreras. Por eso hemos de esforzarnos, todos y todas, en conseguir llevar la situación laboral que vivimos a primera página. Para conseguirlo, será necesario ocupar las calles, las mentes y los corazones de todas aquellas personas que aún no se resignan y que están dispuestas a luchar.