[ Carlos Taibo para el periódico c.n.t. en la web | Foto de pareja anciana Aymarás, Chile]
Supongo que, mal que bien, a ustedes les pasa lo mismo: el alud de información, sesgada o no, y de opinión, fundamentada o no, que nos asalta no puede por menos que dejarnos medio atontadas. De vez en cuando, sin embargo, alguna noticia, o alguna interpretación, hace que a uno se le encienda una bombilla de entre las muchas que tiene apagadas.
Me pasó hace unas semanas cuando cayó en mis manos –lo he mencionado varias veces- un artículo de la revista Forbes. El texto en cuestión concluía que, por efecto de las significativas reducciones operadas en la contaminación en China, iban a salvar la vida nada menos que 77.000 personas, una cifra unas veinte veces superior a la de las fallecidas, en aquel lejano país, y según los polémicos cómputos oficiales, de resultas del coronavirus. El dato nada tiene de particularmente sorprendente, claro, a los ojos de quienes son conscientes de cuáles son las consecuencias de la locura que asalta a nuestra maltrecha civilización industrial. Ha pasado, de cualquier modo, más bien inadvertido.
Ayer se me encendió, con todo, otra bombilla. La espoleta fue un artículo publicado en La Vanguardia. El texto, de Joaquín Luna, procuraba explicar por qué Portugal y Grecia muestran niveles de incidencia del coronavirus sensiblemente menores que los registrados en otros escenarios. Al respecto se citaba un dato revelador: mientras en la Extremadura española, con 1.060.000 habitantes, habían muerto casi quinientas personas por efecto de la pandemia, en el vecino Alentejo, en Portugal, con 760.000 pobladores, se había computado un único fallecimiento. Da que pensar, verdad, tanto más cuanto que hablamos de dos espacios geográficos limítrofes y, por muchos conceptos, similares.
Confesaré que a la hora de encarar la discusión correspondiente no me interesan mayormente la habilidad y la sabiduría, presuntas o reales, de los gobernantes. Quiero prestar atención, antes bien, a dos hechos -intuyo que relacionados entre sí- que aparecen mencionados en el artículo que gloso y que a buen seguro merecen una reflexión más sesuda que la que yo acometo en estas líneas.
Entiendo que el primero de esos hechos se manifiesta por igual en Portugal y en Grecia, o al menos en buena parte de los territorios respectivos. Me refiero a la presencia, muy liviana, de un fenómeno, las residencias de la tercera edad, más bien desconocido, y en cualquier caso preterido, en las sociedades marcadas por códigos comunitario-tradicionales. En esas sociedades lo habitual es que ancianos y ancianas vivan y mueran en casa, junto a sus familiares, de tal suerte que el escenario –no creo que tenga que aportar más explicaciones- resulta mucho menos permeable a la catástrofe que se ha abierto camino en España, en Italia, en Francia o en el Reino Unido. Hace unas semanas un colega me contó que, según un estudio realizado en las residencias de la tercera edad de una zona de la comunidad de Madrid, en las navidades pasadas sólo un 17% de los viejitos y viejitas las habían abandonado para pasar las fiestas con sus familiares. El dato –me parece- es escalofriante. Y ojo que no quiero ignorar en modo alguno que las residencias que me ocupan desempeñan a menudo tareas muy honrosas, y que las personas que trabajan en ellas merecen todos los respetos. De los efectos, dramáticos, de la privatización de esas instancias habrá que hablar otro día.
El segundo de los hechos que anticipaba, muy llamativo, es el recelo que los hospitales suelen provocar en muchas de las personas que habitan, y singularmente entre la gente de edad, en esas sociedades comunitario-tradicionales que acabo de mencionar. Parece que, en virtud de una excelsa paradoja, cuanto más débil es un sistema sanitario –y el portugués y el griego lo son, al menos en términos comparativos-, mayor es la posibilidad de que la gente, espontáneamente, se autoconfine y reduzca, eficientemente, los riesgos. Entre tanto, y en paralelo, mayor se antoja la probabilidad de que los países que disponen de sistemas sanitarios más desarrollados presuman, con mal criterio, de sus ingentes capacidades para encarar sin mayores contratiempos problemas que, al cabo, y sin embargo, se desbordan.
En lo que hace a una discusión como la anterior ni puedo ni quiero llegar a ninguna conclusión definitiva. Mi intuición, aun así, es que los resultados, moderadamente halagüeños, que se han registrado en Portugal y en Grecia en relación con la pandemia tienen más que ver con el ascendiente de determinados elementos propios de las sociedades tradicionales que con la gestión de los gobernantes. Enuncio esa tesis, claro, con todas las cautelas. No sabemos, ciertamente, cómo terminará lo de Portugal y lo de Grecia. Tampoco me resulta evidente, por otra parte, que el escenario extremeño sea, en lo que hace a claves como las que aquí he manejado, diferente del alentejano. El único dato estadístico del que dispongo, en fin, en lo que hace a las residencias de la tercera edad en Portugal en su relación con el coronavirus señala que si la media planetaria de fallecimientos en esos recintos es de un 50% del total –seguro que la española es más alta-, en Portugal se revela un guarismo algo más bajo, de un 40%. En el buen entendido de que falta un desglose geográfico de este último dato, un desglose que probablemente arrojaría luz, en el sentido que fuere, sobre la tesis que estoy defendiendo.
Podría seguir acumulando incógnitas para, al cabo, reconocer que lo que me ha guiado a escribir estas líneas es el recuerdo de cómo mi madre, que falleció un par de años atrás, pujó reciamente, y con éxito, por morir en casa y por no pisar un hospital. Igual las suyas hubieran sido defensas nada despreciables frente al coronavirus. Dicho sea con toda la admiración por la gente que se ha partido el cobre para salvar nuestras vidas y desde la denuncia de la ignominia de quienes han dinamitado, con premeditación y alevosía, la sanidad pública.
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