Los caminos de la educación son inescrutables. Qué aprendemos en la escuela, cómo y para qué, madre mía, para qué, son preguntas que llevo haciéndome desde hace algo más de 20 años, los algo-más-de-20-años que llevo dedicándome a la educación. Como profesora de lengua, llevo esos algo-más… etc. preguntándome para qué, y cómo, y por qué, y qué…
Y en mis elucubraciones y mi militancia y mi práctica docente llevaba yo enredada mis años hasta que algo ha cambiado: de mi cabeza, este “asunto” (problema, reflexión teórica… qué sé yo) se me ha bajado al vientre (a ese lugar misterioso que debe de existir entre el útero y el estómago en el que se van formando nudos y en el que me siento crecer algo así como un pedrusco, solemne y macizo, que espera, ya no tan pacientemente, a ser arrojado con ganas y voluntad de justicia). Me duele. En este vientre y en los huesos, diría que también en los músculos agarrotados del cuello y en las contracturas, en la boca del estómago y en el pedrusco.
Y es que mi hija ha entrado en primaria.
Confesaré no sin cierto pudor que guardaba intacta, hasta hace un par de meses, hasta ayer mismo quizás, una especie de fe en que todo esto servía, en que esta labor de veras tenía algo de liberador. En que enseñar a leer, a escribir, a hablar, en que mostrar las palabras que otras han dicho, los artefactos que otras han construido con palabras, podía llegar a ser… cómo decirlo: lupas (a veces microscopios) que nos descubrieran el mundo, manuales de instrucciones (o de destrucciones), linternas que nos abrieran los ojos, o que abrieran boquetes (o buitrones) por donde atisbar lugares de resistencia, miguitas de pan en el bosque, neones luminosos que nos señalaran las trampas, madrigueras que nos refugiaran, o pasadizos que nos condujeran a lugares ignotos (de un poco más de libertad), petardos que nos ayudaran a hacer saltar el Sistema (atención a la mayúscula, que no es de respeto, sino que más bien sugiere algo así como un gran edificio, como de congreso, hasta los topes de canallas), o al menos lo resquebrajaran…
Pero mi hija ha entrado en primaria.
Y todo, cómo no, tiene que ver con mi madre (en realidad, con las madres en plural, que nos enseñan a hablar, que nos enseñan coplillas, que nos bailan y nos recitan nuestras primeras rimas, nuestros primeros cuentos: las primeras narraciones que nos explican el mundo). Maga- maestra que en aquella España, durante las obligadas misas, se escondía un libro en las faldas del uniforme del colegio de monjas casi como antídoto contra el runrún del sacerdote. Maga- maestra, inventaba cuentos descacharrantes que tenían a sus alumnas con la boca abierta y más, con la imaginación abierta y deseante, con ganas de más palabras que les hicieran reír, que hicieran ganar a las buenas, que las adentraran en mundos que todavía eran imposibles pero quién sabe…
Después, alguna compañera de militancia también maestra, amor gigantesco y respeto absoluto, que me contaba sus asambleas en clase, que Preguntaba (y esta sí es mayúscula de respeto) a sus alumnas qué querían aprender, y cómo, para ayudarlas a desbrozar el camino… En fin, que entre pensamientos abstractos y modelos que creía generales, estaba yo en la mismísima Babia.
Porque mi hija ha entrado en primaria.
Y eso es algo que no podemos negar. En primaria.
Cómo describirlo para aquellas que no han tenido la experiencia. Intentémoslo sin adornos ni rodeos: mi hija de seis años recién cumplidos se sienta durante cinco horas al día en un pupitre, sola, del que no debe levantarse, en silencio, y hace fichas. Copiados. Caligrafía. Cuentas. Controles. Deberes.
Y entonces me cuenta que ese día han pintado “con pintura”, y que ella ha pintado al gato Manolo con muchos colores. Y que van a hacer una obra de teatro con mascotas, y que su abuela y su abuelo han ido a llevarle al cole al gato Manolo, entiendo que para que participe en la representación (sí, está loca con el gato Manolo: él no se da mucha cuenta, creo que en realidad prefiere los tejados y nos tolera porque le damos bien, y abundantemente, de comer). Y que han hecho un cine en clase con palomitas. Y que su cole está tan lejos que tiene que ir en cohete.
Su seño me cuenta, paralelamente pero en un tono ligeramente distinto, que mi hija va a sacar “muy malas notas”, que, simplemente, no hace las fichas, que se pasa las horas mirando las musarañas, que necesita una caja de colores nueva porque lleva todo el mes sacándole punta a los suyos (que no usándolos para “rellenar” los dibujos que han hecho otros). El otro día vino con los calcetines en la mochila y no supo explicarme cómo habían llegado hasta allí: sospecho que también se pasa las horas quitándose los zapatos, los calcetines, observándose las pelusas entre los dedos de los pies, quién sabe qué más.
Y ahí es cuando me doy cuenta de que el pedrusco ya tiene objetivo. Bien. Ordenemos nuestras ideas.
1. Si mi hija sigue así se convierte en una paria del Sistema (el mismo de antes, el de la mayúscula de la arcada). Es demasiado pronto. Preferiría que, llegadas a este punto, la marginalidad fuera una elección propia.
2. Si no sigue así… un momento, ¿cómo es posible que no siga así? ¿Qué opciones tenemos? ¿Quizás enseñarla a guardar las apariencias?, ¿a hacer como-que-hace- caso, solo para que la dejen en paz? Es demasiado pronto. Es hipócrita. Es
¿espeluznante-realista? Quizás meterla, como sea, de cabeza en el Sistema. Con amenazas, castigos, o con buena voluntad, como una buena madre comprensiva que está en el mundo: explicándole cómo son las cosas, que debe conformarse y obedecer (aun a la más solemne tontería), que eso es bueno para ella, porque así son las cosas (insistir), y que si me hace caso tendrá éxito en la vida, porque así son las buenas niñas. Explicarle que vamos caminando todos los días al colegio, y no en cohete, que el abuelo y la abuela nunca le han llevado al gatito al cole para ninguna representación y que, lamentablemente, nunca pintan con pintura en clase. Que no han bailado como locas desconyuntándose en clase de música y que no, que no es una buena alumna.
Así que volvamos a las dichosas preguntitas. ¿QUÉ aprende mi hija en el colegio?: a estar quieta y en silencio, a hacer tareas repetitivas sin ningún sentido (al menos para ella), a que el numerito que saque en el control es de vital importancia, a hacer las letras sin salirse de los cuadritos, a colorear sin salirse de las rayas, a no distraerse, a no jugar, ni cantar, ni bailar, a que no está bien ir al baño con sus amiguitas, encontrase allí con otras y meterse todas juntas en el mismo retrete a reírse y peinarse y enseñarse las barrigas, o los pies (vaya, quizás aquí estuviera la explicación a lo de los calcetines), a que la curiosidad no tiene espacio en el cole (no se habla de nada que no esté en el libro de texto y en el tema que toque, por más que les pique el interés por los volcanes, o el cuerpo humano: eso va en Naturales, tema 8; correr, en Educación Física, cuando te lo manden). A silbar no se aprende, que es de machorras.
¿CÓMO lo aprende?: a base de amenazas, castigos (no pueden salir al recreo hasta que no terminen las fichas: es probable que mi hija salga poco al recreo) y, sobre todo, de aburrimiento, de muchísimo aburrimiento, de aburrimiento a borbotones. ¿Y PARA QUÉ, madre mía, para qué?: para estar bien disciplinaditas, porque así moldeamos a las buenas ciudadanas.
Así que por fin contesté a esas machaconas preguntas que me persiguen por las noches y cuando voy en la moto. Ojú.