Hoy, como cada Primero de Mayo, hacemos un llamamiento a preguntarnos por el significado actual de esta fecha. Y aún más en estos extraños tiempos que vivimos, en los que todo sucede a velocidad de vértigo.
Aunque casi no nos demos cuenta, estamos inmersas en el fin del sistema económico del capitalismo, basado en la euforia energética proporcionada por un petróleo que ya se acaba. La riqueza se concentra y la pobreza se extiende, acelerando el viejo lema de “los ricos más ricos y los pobres más pobres”. Cada vez más personas se quedan fuera del reparto de la riqueza y los derechos. Para ellas, los estados democráticos sólo tienen caridad (disfrazada, eso sí, de política redistributiva) y control policial, cuya función es proporcionar seguridad a quienes tienen el poder y reprimir a quienes no tienen nada.
A pesar de la patente realidad del cambio climático, los parlamentos siguen preservando la rentabilidad de las multinacionales muy por encima de las necesidades sociales que se deberían abordar. Por eso, las empresas responsables del saqueo medioambiental son las mismas que se van a embolsar los fondos para la “transformación verde”. Mientras, los avisos de ecologistas y científicos siguen viéndose como una china en el zapato, algo que molesta y limita los negocios, igual que el sindicalismo.
Lo que en las últimas décadas hemos venido llamando democracia desaparece entre nuestras manos como agua en un cesto. La oligarquía de partidos no ha cambiado porque se hayan añadido algunos nombres más a la sopa de siglas. Todas esas siglas respetan las reglas del gran juego. Mientras permanecen casi intactas las reformas laborales, la ley mordaza, continúan los desahucios, la desprotección social o las privatizaciones, las autodenominadas izquierdas se felicitan por arañar un subsidio o cambiar una coma en esta ley o en aquella, pretendiendo que confundamos las migajas con los triunfos. Como contrapartida de esta anemia democrática, los fascismos avanzan trayendo los viejos atavismos que ya les funcionaron hace un siglo.
No obstante, seguimos viviendo como si todo esto no ocurriera, creyendo que sigue siendo posible triunfar, que la competencia es sana y que somos individualidades sólidas que podremos sobrevivir porque somos sujetos “inteligentes”. El “sálvese quien pueda” no parece ya la respuesta del miedo ante una amenaza, sino una saludable actitud ante la vida. Con trabajos peores y cada vez peor pagados, la lucha sindical se percibe cada vez más costosa en términos de sacrificio y con beneficios más dudosos. Muchas veces, los trabajadores y trabajadoras se sienten obligados a “apoyar” al empresario para no perder su puesto de trabajo. Piensan que si exigen sus derechos terminarán en la calle, bien porque les despiden por ello, ya que el despido es libre y casi gratis, o por la amenaza de la empresa de cerrar. Nos doblegamos para sobrevivir, sin alcanzar a ver nuestras posibilidades colectivas.
En este fin de fiesta, tanto la clase trabajadora como la sociedad en su conjunto se desintegra en las múltiples identidades puestas a nuestra disposición. Múltiples intereses, participación fragmentaria, vida en las redes, calles vacías. ¿Sigue teniendo sentido, en este escenario, la organización de las trabajadoras y trabajadores como clase social?
Quienes vivimos de un salario, quienes estamos obligados a trabajar para otros, quienes dependemos de que esos “otros” nos necesiten para obtener su beneficio, tenemos un nexo de unión que sigue existiendo sepultado bajo toneladas de propaganda individualista, pero que los poderosos tienen muy en mente. Un nexo olvidado pero no desaparecido. Porque de la misma manera que la explotación cambia de forma, también la resistencia a la misma se adaptará a esas nuevas formas.
Ante esta situación, nos toca poner nuestro grano de arena para ayudar a esas nuevas rebeldías que surgirán en este mundo en transición. Reconocernos como aliados y aliadas en una lucha, que, más allá de las ideas políticas de cada cual, debe unir a la clase trabajadora en una batalla por un cambio real en la economía y en la sociedad, más allá de los zigzagueos de un sistema político que defiende tan solo los intereses del poder. Hoy, cuando crece imparable el número de personas pobres en todo el mundo, hemos de comenzar a tejer las redes de solidaridad no sólo para procurar paliar esa pobreza, sino para luchar contra sus causas. Hoy, necesitamos espacios autogestionados en los que crear una inteligencia común que nos sirva, en la práctica, para defendernos y también para atacar. Necesitamos la experiencia comunitaria, para cristalizar esa conciencia social que surge al calor de los momentos de crisis, como ocurrió durante la pandemia. Eso supone identificar al enemigo común, deshacerse de lastres partidistas y actuar como una sola clase obrera. Hoy, más que nunca, es imprescindible pedir lo imposible.