Que un político promocione un producto cultural -porque la de promocionable es una cualidad inherente a todo producto- no es un acto neutro, ni mucho menos inocuo; es ideológico y tiene consecuencias directas. Cuando dicho producto refleja además antagonismos sociales, hay que saber mantener, por más que el tema de fondo suscite nuestra empatía, una distancia tan prudencial como crítica. Así, el hecho de que un libro llamado Macarras interseculares aparezca mencionado en las redes sociales de una política debería hacer sonar las alarmas: un texto sobre personajes de entornos míseros, o bien desclasados, elogiado por quien pertenece a una organización implicada, en cuanto que gestora de asuntos públicos, en su estado de desposesión y exclusión. Pero, aunque pueda resultar paradójico, lo cierto es que la promotora consigue pasar de puntillas por lo más escabroso de su contenido desproblematizándolo. ¿Leeremos acerca de precariedad laboral, pauperismo, hambre, falta de políticas de inclusión, racismo y xenofobia, abandono escolar, infravivienda, especulación urbanística, etc.? No, lo haremos sobre una galería de personajes singulares que contribuyen a lanzar una mirada nostálgica sobre la ciudad -Madrid en este caso- de antaño.
El libro, que acompaña a la política durante su reseña para mostrarnos que, efectivamente, lo tiene a mano -no que se lo haya leído-, presenta en la portada una foto del boxeador José Luis “Dum Dum” Pacheco en actitud verdaderamente chulesca. “Dum Dum” está de actualidad por la reedición de lo que vendría a ser sus memorias, Mear sangre. Tal y como el título indica, no ha sido la suya una vida de rosas: de las chabolas a las pandillas callejeras, de la cárcel a la Legión, y finalmente al ring, donde sus puños le hicieron un nombre. “Dum Dum” fue otro de aquellos juguetes rotos que durante el tardofranquismo -que debería ser prolongado, sin que ningún constitucionalista pudiera hacer ascos, hasta al menos 1978- apoyó a la extrema derecha. Para Marx y Engels se trataría, sin ningún género de dudas, de un elemento perteneciente al “producto pasivo de la putrefacción de las capas más bajas de la vieja sociedad”, e inmisericordemente apostillarían que, como ya escribieron en el Manifiesto del Partido Comunista, “en virtud de todas sus condiciones de vida está más bien dispuesto a venderse a la reacción para servir a sus maniobras”. En definitiva, el lumpenproletariado o lumpen, los subalternos entre los subalternos.
Si situáramos en un extremo esta posición manifiestamente hostil, en el otro -y sin que por ello haya necesariamente que abandonar el campo ideológico que delimitaron Marx y Engels- habría que situar la idealizadora, la romántica. Aquí se encontrarían, por ejemplo, las películas del mal llamado cine quinqui -una etiqueta que ha servido para alimentar los prejuicios contra la poco conocida minoría de los quincalleros o mercheros-, que explotaron el fenómeno de la delincuencia juvenil centrándose más en los hechos criminales que en las causas motivacionales y ambientales que lo impulsaban; difundiendo la peligrosidad potencial de los extrarradios urbanos a la vez que se relegaban las dificultades materiales de la existencia en tales medios. Esta escisión focaliza la mirada en los individuos, cuyas acciones, desligadas de un contexto, se prestan a juicios morales de carga aleccionadora.
La idealización de lo marginal, que no solo es propia de nuestro espacio y de nuestro tiempo -podría citarse aquí desde esa mafia sofisticada y con un severo código del honor retratada por Francis Ford Coppola en la trilogía de El Padrino, a la moda de los aristócratas españoles del siglo XVIII por copiar el vestuario y las costumbres propios del pueblo, el majismo-, parece estar impulsada actualmente por una cierta actitud cultural que podría ser denominada “canallita”. Entre la incorrección política y el pesimismo antropológico, el “canallita” ve en lo lumpen la reivindicación sin complejos del determinismo más descarnado. De ahí que este canallismo se complemente perfectamente con posiciones políticas conservadoras e inmovilistas en lo social.
De forma paradójica, la romantización de lo lumpen también se ha dado, con el ilegalismo como coartada, en el ámbito libertario. Los nombres de los expropiadores nutren las leyendas, rosa y negra, del anarquismo: la rosa, que reduce la historia a los hechos de unos individuos y grupos aislados, y la negra, que hace lo mismo, pero remarcando los robos y los asesinatos. Lo cual no impide que anarquistas y anarcosindicalistas reconocidos denunciaran lo poco o nada que aportaban tales hechos a la labor colectiva de la emancipación. Pero más que tomarla con los autores, la militancia tendió a cuestionar las ideas que justificaban estos actos. Para el propagandista Luigi Fabbri, por ejemplo, no había duda de que detrás de la violencia se encontraban precisamente las influencias de los enemigos del anarquismo, dispuestos siempre a pintarlo de la forma que resultaba más odiosa para la respetabilidad burguesa.
Es evidente que embellecer y romantizar lo lumpen solo puede ser emprendido por miembros de las clases superiores, que bien no conocen la miseria, bien la proyectan en un pasado ficcionalizado y castizo, cerrando los ojos a la realidad de su tiempo. El círculo vicioso no se rompe lógicamente con la exclusión, que poco menos fue lo que pregonaron Marx y Engels -si bien concedían que el lumpen también podía apoyar la revolución proletaria-, sino con la concienciación y la identificación como miembro de un colectivo mayor. Fue así como un delincuente de pequeños hurtos, Mariano Rodríguez Vázquez, Marianet, pasó a convertirse en todo un secretario general de la CNT después de coincidir en la cárcel con reclusos libertarios. Pero para emprender esa concienciación hay que dotarse previamente de una necesaria mirada crítica.
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